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El valle

Dice la ciencia que he estado viviendo el año más infeliz de mi existencia

Me gustan esos artículos batiburrillo que mezclan un poco de ciencia, algo de experiencia y unos granitos de vox populi y te dan un saber popular barnizado de certeza. Pero solo me gustan si me eximen de responsabilidad; los artículos mandones, no. O sea, lo que me gusta es que con la culpa carguen otros.

Gracias a uno de estos me enteré de que he estado viviendo el año más infeliz de mi existencia. Lo dice la ciencia y yo soy muy de la ciencia cuando me conviene. Esto me conviene porque, como no leí hasta diciembre que el mayor valle de lágrimas llega a los 47 años y yo cumplo 48 en enero, ya solo me queda remontar, venirme a arriba, ancha es Castilla.

Se basa en la teoría de la U de los profesores Andrew Oswald de la Universidad de Warwick y David Blanchflower del Dartmouth College que, después de analizar una muestra amplísima, un millón de personas de 72 países, concluyeron que la felicidad, la satisfacción con la situación personal, es similar a los 20 años y a los 70, los dos puntos en los que alcanza sus mayores cotas. La contentura en la vida adulta tiene forma de U, descendiendo a medida que se avanza hacia la madurez hasta caer en un absoluto valle. Es una circunstancia que se observa en todos los países desarrollados se llegue como se llegue a ese momento vital, con hijos, sin ellos, divorciados o no, cambiando de trabajo o en el mismo de siempre. Este estudio lo conocía, pero de que la edad del hundimiento total era la de los 47 no tenía ni idea.

Como me viene muy bien decido ignorar otros artículos que la sitúan en los 44 o 45. Prefiero que la ciencia me diga que todo está a punto de empezar a mejorar, aunque sea un escalar lentísimo, de caracol dejando el reguerito baboso sobre una pared.

Me he librado de una buena sin ser yo muy consciente. Este podría haber sido el año del ansia de descapotable, del súbito interés por el divorcio ajeno, de seguir en Instagram 25 cuentas de cirugía plástica que te ponen el antes y el después, de comprarme libritos que resumen el saber estoico, una filosofía por puntos; de criticar ‘Autodefensa’ en el Twitter y en algún momento escribir ‘los jóvenes de hoy en día’, de no hablar en 365 días con algún joven de hoy en día o lo que es peor, como dice Berto Romero, de observar a un grupo de adolescentes y sentir miedo.

Podría haber estado leyendo un clásico cualquiera y al cerrar el libro decir en alto que ya no hay escritores como los de antes. Esto es algo que hago a menudo cuando un libro me impresiona para bien o para mal, cerrarlo presionando las tapas y pronunciar una frase lapidaria en la soledad de mi casa, una breve crítica para los muebles, las plantas y el resto de libros, a ver si aprenden. Por ejemplo, digo “menuda asquerosa” si pienso que la autora luce un virtuosismo inalcanzable, pequeño haiku envidioso. Si me ha espantado, sin embargo, tiro más del “este tipejo, qué imbécil”. Ante la grisura, el pichípichá, la mediocridad, oscilo entre “qué pérdida de tiempo” o “lo que hay que aguantar”.

Este año de los 47, de haber sabido que era el epítome de la crisis de la mediana edad, podría haber estado bebiendo vino a deshoras, sintiendo una pena de mí misma infundada o mirando fotos de mis años mozos y corrigiendo mentalmente los peinados o los modelitos para responder a los alocados estándares de mi cabeza. Podría haber hecho listas mentales de los que han llegado a sitios a los que yo quiero ir ignorando convenientemente que no me decido a hacer lo que ellos han tenido que hacer o que no tengo los contactos que ellos tienen, ni intención o modo de conseguirlos.

Y, sin embargo, aquí me tienen, tan sobria, tan contenida, tan en mi sitio, leyendo artículos científicos que me auguran una inminente remontada. No se puede pedir más. Feliz 2023.

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