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Pero la realidad ha vuelto a desbordar la imaginación: el desnortado director de escena Valentin Schwarz se ha superado a sí mismo y ha convertido La valquiria en un batiburrillo de pistoleros, despropósitos y provocación infantiloide empeñado en ir a contracorriente, contra Wagner y contra su sueño de la ‘obra de arte total’. Ni fuego mágico, ni fresno, ni Grane, ni Hunding muerto, ni cabalgata ni tonterías. Sieglinde, por cierto, está preñadísima desde el primer momento. El niño —se supone que Sigfridito— nace en el tercer acto, después de que Wotan haya descerrajado el cuerpo de Siegmund con un certero disparo al final del segundo. Es decir, ¡sólo cabe deducir que el padre del futuro héroe es Hunding! Y es que aquí, en el disparate sin paliativos que está siendo esta bochornosa nueva Tetralogía, todo se resuelve a base de tiros y de gilipolleces. Si en El oro de hojalata los nibelungos son reemplazados por cuatro o cinco chiripitifláuticos, aquí, en esta segunda entrega del Anillo que es La valquiria, la lanza de Wotan, la espada prodigiosa o la estaca de Hunding son pistolas. El Walhalla, una ridícula lámpara piramidal de mesa que atesora, claro, a la pistola “Notung” en su interior. En el segundo acto, a lo Gianni Schicchi, se asiste al velatorio de Freia, muerta por sólo Dios sabe qué razón. ¿Y cómo sobreviven entonces los dioses sin sus vivificadoras manzanas? Todo es disparate y majadería; preguntas sin respuesta en este ya definitivamente fracasado y desatinado Anillo del nibelungo. La posibilidad de que la cosa mejore en las dos jornadas que restan —Sigfrido, El ocaso de los dioses— es tan marciana como pensar que quien esto escribe acabará haciéndolo como Clarín o García Márquez. Nuestro inolvidable wagneriano Ángel-Fernando Mayo hubiera puesto el grito en el cielo ante semejante ultraje. Cual gallardo Don Quijote, se hubiera hecho con una Notung de verdad y lanzado a espadazos a cargarse a estos intrusos pistoleros y reivindicar la excelencia que tanto buscó Wagner y él defendió. Mi querido Ángel, las cosas que tú viste y tanto detestaste en tus últimos festivales de Bayreuth son el Anillo de Otto Schenck al lado del esperpento del tal Valentin Schwarz, el austriaco de 33 años al que Katharina Wagner ha tenido la ocurrencia de encomendar esta nueva producción. Nada de Wagner ni parecido a él figura en su corto currículo. Su desfachatez e ignorancia wagneriana laten en cada instante del fiasco. Punto final a la tontería. Por fortuna, y a diferencia del desastre global que un día antes fue El oro de hojalata, en esta ocasión la música ha ido por derroteros mejorados. Comenzando por la dirección musical de Cornelius Meister, mucho más suelta, libre y consistente. Se intuye que, a diferencia de El oro, la partitura de La valquiria sí le resulta familiar y conocida. Hubo más énfasis, contrastes y lógica en la arquitectura temática. Aunque faltaron, sí, muchas cosas, como la amplitud fraseológica de Levine, el aura de Böhm, el idioma de Knappertsbusch, la desenvoltura de Mehta o la incandescencia de Barenboim. Pero su dirección nunca dejó de ser correcta, lo cual, ante el panorama que tenía en escena, ya tiene mérito. La orquesta, sumergida en el famoso foso invisible, muy diezmada por el covid y bastante poblada de juventud, distó de ser la de siempre. Si en El oro las trompas no tuvieron su día, en esta ocasión brillaron negativamente el oboe solista —cada solo era un pequeño poema— y unas accidentadas trompetas que más de una vez dieron la nota. Vocalmente, la palma se la llevo, claro, Lise Davidsen, diosa imbatible del canto wagneriano. Escucharla es volver a sentir, imaginar y disfrutar a su paisana Kirsten Flagstdad, a Nilsson o a Varnay. Tal es su saludable potencia vocal, tal es la generosidad de su canto natural y expresivo. En los tres años que lleva en Bayreuth, la soprano noruega ha ganado prestancia escénica y madurez estilística; primero con Elisabeth y ahora con Sieglinde. La evolución vocal y artística es excepcional. Davidsen ha devuelto al mejor canto wagneriano su esplendor de antaño. La proyección vocal de su voz de verdadera soprano spinto penetra en cada poro del espectador y colma la óptima acústica del Festspielhaus y de cualquier otro Festspielhaus o teatro de ópera. Cuando lleguen sus Isoldas y Brunildas, que a buen seguro llegarán, el universo wagneriano temblará de entusiasmo y gozo. El primer acto, con ella, con el Siegmund lírico y matizadamente cantado de Klaus Florian Vogt —¡qué hermosura de voz! —, y con el Hunding contenido y sobrecogedor de Georg Zeppenfeld, fue de alto calado. Luego, en el segundo acto, se mantuvo el estupendo nivel vocal con el Wotan entregado, robusto y bien dramatizado de Tomasz Konieczny, quien se reveló como uno de los mejores Wotan de las últimas décadas en Bayreuth. Irene Theorin salvó como pudo una Brunilda descolorida, con agudos apretados y estridentes, bajos poco apoyados y una voz a la que le cuesta dios y ayuda mantener el color y la homogeneidad en los diferentes registros de la tesitura. La mezzosoprano Christa Mayer —que además cantó el papel de Schwertleide— volvió a ser la categórica Fricka de El oro del Rin. El conjunto de ocho valquirias no logró en el tercer acto el armonizado empaste que sí lucieron el día anterior las tres náuticas hijas del Rin. El público, al final de la función, se dejó llevar por la cosa musical y olvidó el disparate escénico. Se desgañitó vitoreando a Davidsen y casi se cargó la tarima de la platea a base de zapatazos de aprobación. Aplaudió sin reservas a casi todos, con particular y razonable énfasis a Vogt, Zeppenfeld, Konieczny y, en menor medida, a Mayer. Theorin y el maestro Meister tuvieron la agridulce experiencia de que los discretos aplausos que escucharon al salir cada uno de ellos a saludar en solitario fueron emborronados por bastantes “¡buuuu!”. El equipo escénico, con el intruso Valentin Schwarz a la cabeza, ni se atrevió a salir. Hizo bien: se habría montado la marimorena. Por cierto, la Colina Verde, por el cambio climático y la consecuente sequía y calores que vive Baviera, ha dejado de ser verde y se ha convertido en la Colina Amarilla, o mejor, en la Colina Seca. A tono con la decrepitud de lo que se ve en el escenario. ¡Pena, penita, pena! Justo Romero (Foto: Enrico Nawrath)  Share: Share on: • • • • 0 Previous post Next post Suscríbete a nuestra newsletter [ ] [Enviar] Síguenos ━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━ [logo-footer] ━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━ © Scherzo 2019 No está permitida la copia, utilización y reproducción de los contenidos de esta web. SCHERZO EDITORIAL, S.L. - C/Cartagena, 10. 1ºC, 28028 MADRID. Teléfono: 913 567 622 - FAX: 917 261 864 Panel Cookies • Contacto • Aviso Legal • Política de Cookies • Política de privacidad • Fundación Scherzo (Ciclo de Grandes Intérpretes) • Noticias • Previos • Críticas • Entrevistas • Revista de este mes • Tienda • Hemeroteca • Últimos números • • • • •